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En ocasiones, los  planteamientos mecanicistas que, como herederos de la revolución industrial, se enfocan a la búsqueda de un mejor desempeño laboral,  se muestran necesitados de  reflexión.

La misma, otorgaba a la persona, en su calidad de empleado, la función de una máquina; de ella se esperaba que hiciera un cometido puramente físico (la práctica totalidad de la masa laboral se empleaba en trabajos mecánicos: hacer y mover cosas). Eran pocos los que pensaban -en cuanto a sus cometidos laborales se refiere-, y amplísima la mayoría de los que únicamente se podían expresar de forma física.

Se primaba, en el mejor de los casos, la eficacia y la repetición, de ahí que surgieran los sistemas de incentivación que, en su afán de lograr mejoras en la productividad, premiaban el incremento del logro sobre el estándar establecido. A mayor cantidad, mayor recompensa.

Parecía, y parece, lógico y natural que si se incrementa la productividad requerida como referente, se reciba a cambio una contrapartida económica de reconocimiento y premio. El hombre como máquina: si con 300 €, se adquiere una televisión con determinadas prestaciones, es de esperar  que cuando invierta por ello 1.000€ las cualidades del aparato en cuestión sean sensiblemente superiores. Relación causa efecto; de nuevo la causalidad como norma. Lo que funciona para la máquina, debiera funcionar para la persona.

Superada, por asumida, la revolución industrial, nos encontramos ante lo que se ha dado en llamar la era del trabajador del conocimiento; las tornas han cambiado: si a principios de siglo XX nueve de cada diez trabajadores hacían y movían cosas en la actualidad resulta al revés.

Es por ello que en nuestros días conviven formas de desempeño en las que su rendimiento viene marcado por matices bien distintos  -aunque no todo el mundo es trabajador del conocimiento-.

De ineficaz, por desmotivador, se podría tildar al intento de medir por un igual a cualquier tipo de actividad. No es la frecuencia el valor relevante, cuando de lo que se trata es de buscar el acierto en un diagnóstico médico, como tampoco lo es la innovación  a la hora de hacer las camas de un hospital.

Encontrar armonía, entre el factor a medir y la recompensa que alimente un mejor desempeño, debe ser un ejercicio de singularidad, y no un planteamiento generalista que lo único que conseguirá será un justificado desapego con la institución. La incoherencia, propiciada y no deseada, como palanca de desajuste entre la acción requerida, y el reconocimiento centrífugo.

Cuando el desempeño se aleja de la pura repetición, no hay nada más desmotivador  que toparse con gratificaciones ligadas al incremento por cantidad. Tal sería el caso de un médico o  arquitecto que fuera primado por el volumen, y no la calidad, de sus diagnósticos o diseños (la nitidez del ejemplo se difumina en  entornos como el directivo).

En la cultura de la creatividad, de la imaginación y de la innovación, no hay nada más eficaz en propiciar el declinar de la excelencia en el hacer que tratar de comprar lo que se manifiesta como insobornable. Intentar adquirir concreción creativa por la vía de los bonos, de las  gratificaciones y demás elementos  “motivadores”, no consigue otra cosa que hacer languidecer la libido creativa.

El adagio: “podrás comprar sus manos y su fuerza pero jamás su mente y su corazón” se muestra como el referente más certero de lo dicho hasta aquí.

El incentivo que premia la  labor puramente repetitiva funciona, no resulta así con quien  tiene por finalidad última la novedad, lo ingenioso o la búsqueda de un  nuevo paradigma.

De nuevo, (Técnicas para motivar empleados, y otras imprecisiones, ECD 22-5-2015), no se trata tanto de motivar al personal (imposible desde fuera) como de evitar ahogar su impulso creador a través de políticas deudoras de la más absoluta de las torpezas.

La creatividad, y el ingenio, se debieran retribuir de una forma tal que permitiera centrar la mirada en el reto en lugar del incentivo encorsetador.

El trabajo que nos desafía (complejo), dotado de sentido (misión), y,  sobre todo, autónomo (plenitud en la decisión), se manifiesta como la principal fuerza creativa en el ser humano; tratar de “sobornarlo” por la senda de los incentivos deviene en torpeza. Es por ello que no me resisto a repetir: “podrás comprar sus manos y su fuerza (revolución industrial) pero jamás su mente y su corazón (trabajador del conocimiento)”.

Publicado el 28/5/2015 en El Confidencial Digital.

Más imprecisiones en las técnicas para motivar empleados.