¿Hasta qué punto una empresa puede hacernos felices? En sus manos se encuentra la posibilidad de propiciar un ambiente adecuado de trabajo, pero de ahí a otorgarle el poder de hacernos felices hay un trecho muy grande. De resultar así, qué hijo, amparado por unos padres que le desean feliz, ¿no lo sería? La respuesta no se encuentra fuera de nosotros.
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En boca de un reputado ponente, y según consta en un artículo publicado por RRHH Digital: “la gente feliz es tres veces más creativa, y quince veces más productiva”. Sentencia que, dictada al calor de unas jornadas sobre empleabilidad de jóvenes universitarios, nos deja postrados ante la “evidencia” de que para producir más y mejor hay que hacer, con carácter previo, felices a nuestros jóvenes (a los no tan jóvenes también, claro está). La relación causa efecto parece evidente: Hagámoslos felices que después obtendremos mejores resultados.
En la búsqueda de conceptos pretendidamente novedosos nos hemos topado de forma más o menos reciente con el término compromiso. A resultas de tan señalado “logro” ya podremos aferrarnos a una nueva coletilla mediática. Así, a territorios tales como el del liderazgo, y el de la gestión del talento, entre otros, les añadiremos sin demasiados miramientos el del compromiso.
Muchas son las voces que se manifiestan críticas en cuanto a los supuestos propios de la psicología positiva. Bajo la tiránica búsqueda de lo fácil y superficial, y de la falta de reflexión personal, existe un gran número de personas en las que se ha sembrado la idea de que el único enfoque válido es aquel que se apalanca en las emociones positivas. Parece como si la felicidad sólo se pudiera apostar detrás de las mismas, con olvido, entre otros, del esfuerzo, del sacrificio, de la perseverancia, etc.