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Siro, perplejo en su ensimismamiento, daba vueltas y vueltas a la idea de que dirigir tenía un significado mucho más profundo que el mero reparto de instrucciones. Hacía tiempo que, ante la perspectiva de poder desempeñar la función de director de operaciones de su empresa, se había centrado en adquirir hechuras de buen directivo.

Tal era su interés que raro era el conflicto en el que no se adivinara su figura a la espera de que el jefe de turno se le mostrara como un claro referente a seguir.

Pero aquello que se planteó como un camino que, iniciándose en él finalizaba en los demás  (dar órdenes, consejos, instrucciones), se acabó concretando en la perplejidad más absoluta: la que en ese preciso instante le estaba atenazando. Pero…vayamos por partes, acompañemos a Siro en lo que fue su recorrido personal.

Consciente de que su único bagaje directivo se concretaba en los modos y maneras que había observado tanto en el colegio como en los equipos deportivos en los que había participado y, aderezado todo, con algún que otro desencuentro familiar, decidió cursar un máster de dirección de empresas en el que por fin encontró los fundamentos conceptuales añorados, aunque, por otra parte, se le mostraron desnudos de toda vivencia. Había entendido que no vivido, y eso, a todas luces, se le manifestaba como insuficiente.

No obstante, apalancado en tal cúmulo de circunstancias, decidió que había llegado el momento de vivir a través de los demás lo que deseaba para él: mostrarse como referente en su desempeño directivo. Algo así como el jugador que estando sentado en el banquillo se manifiesta expectante de su próxima puesta en escena.

Todo ello, se concretó en un sinfín de notas que, ordenadas cronológicamente, marcaban los hitos por los que su experiencia había discurrido  hasta ese momento de reflexiva e incómoda situación.

Siro, en un principio se había dejado atrapar por la idea de que una personalidad vigorosa y atractiva, adornada por un magnetismo irradiante, se presentaba como el paradigma propio de todo buen directivo y jefe; no hacía otra cosa que constatar lo observado en  aquellos que, en su encanto personal, arrastraban a los demás sin aparente esfuerzo. En su primera aproximación, dirigir con garantías no era otra cosa que mostrarse arrebatador ante los ojos de los demás. Tal perspectiva se le antojaba de muy difícil alcance.

Más tarde, y en la consecuente observación de su devenir laboral diario, cayó en la cuenta de que la personalidad, abandonada a sus solos efectos, y huérfana del conocimiento adecuado, se revelaría como carente del mérito necesario en atención a dirigir  con criterio suficiente los designios de cualquier tipo de equipo u organización

Pero ¿a qué tipo de conocimientos apelar? Se preguntaba cuando más tarde, y con experiencia suficiente, pudo contrastar en su desempeño a  un sinfín de jefes que, dotados de un saber técnico suficiente (en muchos casos brillante), se manifestaban como auténticos zotes emocionales.

La conclusión resultaba evidente: sólida personalidad, conocimientos técnico y emocional adecuados se le presentaban como la respuesta idónea a todas sus inquietudes directivas.

Pero nuevamente, y con ocasión de su discurrir profesional, fue cayendo en la cuenta de que lo que hasta ese momento se le antojaban como cualidades suficientes se mostraron como atajos de escaso recorrido. Qué explicación dar en su ejercicio a todos aquellos directivos que, presentando cualidades como las apuntadas, se manifestaban incapaces de crear un clima de cálida confianza.

Jamás se conocía de ellos otra cosa que no fuera la desazón que les acompañaba. Allí donde fueran se instalaba la bruma, la zozobra, el desencuentro emocional, la incertidumbre constante. Al trato, amable y considerado de un día, se le sucedía la pose soberbia y gritona del  siguiente. La promesa, quebrada. La verdad, huida del tránsito diario.

La madurez, expresada en forma de ejecución responsable, que implicaba asumir para sí los errores de sus decisiones, compartiendo con su equipo el logro estimulante, se concretaba en un oxímoron actitudinal que establecía, que puestos a repartir, mejor hacerlo con los errores, que de los aciertos ya se encargaban ellos (los jefes claro está).

La duda y el desconcierto, tomando presencia en su crecimiento personal le sumieron en un largo proceso de zozobra emocional; nada le permitía atisbar el camino a seguir, pero hete aquí que, de la mano de un directivo de reciente incorporación, se le ofrecieron pistas, referencias y claves, que transformaron en luz lo que se le antojaba como la más absoluta de las oscuridades. Destellos de grandeza pensó para sí.

A resultas de la convivencia con su particular mentor recibió la escucha pausada, la reflexión profunda y, sobre todo, su referencia que, por no obligada, se le presentaba como el tesoro más valioso. Contrastar juicios y opiniones para poder elegir sin obligación, con la mirada puesta en su búsqueda particular, se concretó en los inicios del estilo que le acabaría definiendo; su estilo.

Como conclusión final -¿final?- añadió a lo ya resuelto (personalidad, conocimiento técnico y emocional) integridad, honestidad, trato asertivamente afable y educado, que encontraba en el trabajo en común la posibilidad cierta de compartir logros y aciertos, dejando para sí mismo y su responsabilidad el fruto de sus errores.

Como observador avezado de la realidad que le rodeaba, se percató de que no era la disciplina el elemento aglutinador de las organizaciones, sino el alineamiento natural que se producía desde la asunción como propios de los objetivos compartidos en su planeamiento, de la escucha activa de todo cuanto se tuviera que aportar en atención a definir metas y logros que en su definición se acabarían mostrando como propios.

Llegado a este punto, dirigir se le antojaba como una suerte que implicaba  capacidad de inspirar confianza a los demás, desde el carácter, el conocimiento, la escucha atenta y respetuosa, a la vez que consejo, instrucción, ayuda, ánimo y corrección, también corrección, firme y serena corrección. Inspirar, más que ordenar. La perplejidad empezaba a asomar por la ventana de su reflexión.

Pero si de inspirar se trataba, parecía como si algo se le hubiera escapado desde su primeros y primarios pasos  directivos. Para inspirar, ni siquiera se mostraba necesario desempeñar un cargo de responsabilidad. ¡Cuántas veces vino a su memoria la forma de emplearse de una persona que de él dependía y que marcó un antes y un después en su vida no solamente laboral! Le inspiró desde una posición  de menor responsabilidad. ¡Nadie sabía cuánto! La persona de naturaleza ejemplar no se mostraba necesitada de responsabilidades formales.

Sus axiomas, y apriorismos, se tambaleaban y  perdían fuerza. Si inspirar no necesitaba de ninguna posición directiva; si inspirar se mostraba ajeno a la formal jefatura,  el único camino que se le antojaba viable era el de la ejemplaridad. Obrar sobre sí mismo para impactar sobre los demás. Y lo que se inició como un viaje al exterior (qué debo hacer con los demás) se transformó en un viaje a su interior (cómo me debo emplear para mostrarme ejemplar). Llegado a este punto, la perplejidad se mostró en toda su crudeza. El arte de dirigir, mutando,  se le presentaba  como el arte de dirigirse. Sin él, todo lo demás se le antojaba como de escaso y  pobre contenido.

De dentro afuera, lo había oído y leído tantas y tantas veces y, curiosamente, ahora, después de tan largo viaje introspectivo, se le ofrecía como el más firme argumento de dirección que se pudiera citar. El ejemplo como la manifestación más sutil de influencia sobre los demás. Pocas veces desde la imposición (alguna vez es necesario), y siempre desde la nobleza de quien se muestra merecedor de todos nuestros respetos.

Resuelta su incómoda zozobra e inquietud, se adentró en la elaboración de su propio manual de estilo. Llevaba por título: El arte de dirigirse para inspirar a los demás.

El camino seguía, pero se presentaba menos angosto.

A todos aquellos que hacen del ejemplo su principal herramienta directiva.

Publicado el 27/2/2015 en El Confidencial Digital.

Cuando con el Talento no es suficiente