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La importancia de los roles desempeñados por los distintos departamentos de una empresa ha variado en relación a la evolución del mercado y sus necesidades. Hasta muy avanzada la Era Industrial, y enfrentados a mercados ávidos de productos en su necesidad, la preponderancia de los Departamentos de Producción era incuestionable: todo lo que se producía encontraba comprador.

Más tarde, y en un intento de optimizar el origen y aplicación de fondos, el centro de gravedad se desplazó al Área Financiera para,  posteriormente, y dada la imposibilidad de colocar en el mercado toda la capacidad productiva, trasladar el foco de atención hacia la Función Comercial.

A resultas de ello, los Departamentos de Marketing, en su búsqueda de necesidades mal atendidas o insatisfechas, arrastran, en la mayoría de las ocasiones, al resto de la organización en su intento de concretarse en una saneada cuenta de resultados que, por otra parte, se muestra habitualmente  como el único referente posible.

Como consecuencia, resulta indiferente que la forma de competir de una empresa  sea por coste, diferenciación o especialización (Michael Porter). Establecido el público objetivo, todos los esfuerzos de la misma se centrarán en acceder y fidelizar en sus decisiones de compra a la mayoría de su clientela potencial. Y así, paso a paso, nuestra mente se ha acomodado a uno de nuestros Tótems de referencia: Grande, como sinónimo de mejor.

El consumo, como derivada ideológica, nos ha arrojado en brazos de la cuota de mercado. Cuanto mayor sea la misma -dentro, claro está, de su estrategia competitiva genérica- más acertada se valorará. Las ideas al servicio de la cuota citada.

En la mayoría de las ocasiones (no todas por suerte) el mercado se nos presenta como un sátrapa al que hay que tratar de contentar, de no hacerlo, cualquier producto o servicio quedará relegado ante la evidencia de que lo que no se puede vender no merece la pena que exista.

Tal circunstancia, ha propiciado que el centro de interés se haya desplazado de la idea emprendedora, de la utopía electrizante, del compromiso científico que obraba a modo de centro de gravedad y que atraía para sí a un público ávido de excelencia, a un mercado que dicta tiránico lo que es o no adecuado. El centro de masas[1] se ha desplazado del soñador al consumidor. De ahí, que en la mayoría de las ocasiones sea “el mercado” quien se presente como justificativo de casi cualquier necesidad productiva.

Pero lo que pareciera un fenómeno circunscrito a lo puramente económico, ha acabado -por un silogismo evidente- adueñándose de la política. No es el ideal, la pulsión interior que marca la búsqueda constante de la excelencia, la referencia ética o la grandeza de quien se siente llamado a trascender, el foco de  actuación política, sino el cálculo posibilista, la búsqueda de ideas que animen, alienten, consigan adhesiones que en atención a ganar una mayor participación electoral (el mercado) propicien gozar de una mayoría que permita el deseable gobierno en solitario.

Los principios, la verdad y la grandeza de espíritu, derrotados por el puro interés. La masa, despersonalizada, ansiosa de paraísos inexistentes, necesitada de aliento y promesas, desprovista de un mínimo criterio, deviene en presa fácil  de la mercadotecnia electoral. La política como la empresa, tiranizada por su potencial vivero de votos. De nuevo, el soñador cede paso al “consumidor” político, al votante. No se trata tanto de atraerlo hacia la excelencia como de escrutarlo para, revolcándose con él en sus miserias, mostrarse como uno más del pelotón. Del ejemplo al mimetismo.

El pueblo no se equivoca; el electorado tampoco; el cliente siempre tiene la razón. Sentencias, y más sentencias, que desnudan de criterio a las poco armadas mentes de una gran parte del electorado. Presa fácil de señuelos en los que la masa adquiere una significación totalmente deslegitimada. Que la mayoría se incline por una opción determinada no la reviste de legitimidad. Baste  evocar los ahorcamientos propiciados por el gentío en el antiguo Oeste o, tal vez, los actuales apedreamientos de una jauría desbocada, para adquirir conciencia de que lo mucho siendo numeroso nunca puede dar el salto cualitativo hacia lo legítimo.

El eterno pulso entre la verdad socrática y el utilitarismo sofista. El eterno pulso entre las ideas que anhelan presentarse como motor de la historia y  la masa que, enfervorecida en su despersonalización, desea ser cabalgada por windsurfistas de la banalidad.

De la búsqueda de lo excelso a lo popular, a lo chabacano, a lo vulgar. Del reinado de las ideas al  de la vendimia electoral. Efectivamente, el centro de masas se ha movido. Esperemos que el próximo ciclo de la historia, desplazándolo de nuevo, lo resitúe en el lugar que jamás debió abandonar.

[1] El centro de masas de un sistema discreto o continuo es el punto geométrico que dinámicamente se comporta como si en él estuviera aplicada la resultante de las fuerzas externas al sistema (Wikipedia)

Publicado el 20/2/2015 en El Confidencial Digital.

Cuando el centro de masas se desplaza